En menos de cinco minutos, Tom se hallaba acomodado en la habitación opuesta al mesón, la habitación en la que había imaginado el fuego ardiente, un fuego que rugía compuesto por suficiente madera como para provenir de media docena de buenos matorrales de uva espinados y apilados hacia arriba en el hogar, que rugían y crujían con un sonido que por si solo habría calentado el corazón de cualquier hombre razonable.
Aquello resultaba cómodo, pero no era todo, pues una joven agradablemente vestida, de mirada brillante y tobillos finos, estaba poniendo sobre la mesa un mantel blanco y muy limpio; y mientras Tom estaba sentado con los pies calzados con zapatillas, sobre el guardafuegos de la imaginada ardiente chimenea, dando la espalda a la puerta abierta, vio una atractiva perspectiva del bar reflejada en el espejo colocado sobre la repisa, con deliciosas filas de botellas verdes con etiquetas doradas, junto a frascos de adobos y conservas, quesos y jamones cocidos, y redondos de vaca, dispuesto todo sobre anaqueles de la manera más tentadora y deliciosa.
Bueno, también esto era confortable; pero no era todo: pues en el bar, sentada frente a un té en la mesita más agradable, cerca del pequeño fuego, había una rolliza viuda de unos cuarenta y ocho años, de rostro tan confortable como el bar, que era evidentemente la propietaria de la casa y la señora suprema de todas aquellas agradables posesiones. Tan sólo había un inconveniente en la belleza general del cuadro, y era un hombre alto, un hombre verdaderamente alto, de abrigo marrón con botones brillantes de cestería, bigotes negros y cabello negro y ondulado, sentado con la viuda en la mesa del té, y del que no se necesitaba gran perspicacia para intuir que estaba en el camino adecuado de persuadirla para que dejara de ser viuda, confiriéndole a él el privilegio de sentarse en ese bar durante lo que le quedara de vida.
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Texto de Charles Dickens "Historia del viajante de comercio"
Pedraza, febrero de 2011
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